Muchas cosas están naciendo en estos tiempos y otras muchas están desapareciendo. Por ejemplo, a la vez que nacen avances tecnológicos inconcebibles hace pocas décadas, mueren en masa las humanidades y el sentido común, aquel que sigue cumpliendo la máxima de ser el menos común de los sentidos. Y es que la ambición humana, por mucho que nos empeñemos, tan efímera como nuestra existencia y, desde luego infinita, hace que nuestra necesidad de satisfacción —gráficamente la zanahoria que le ponen delante al burro y que nunca logra alcanzar—, ande de la mano de nuestra infelicidad; ambas avanzan a toda velocidad hacia un tiempo incierto.
No es una cuestión de pesimismo, sino de realismo, solo hay que mirar alrededor en cualquier calle para contemplar y comprender que la revolución tecnológica nos está convirtiendo en autómatas fieles protagonistas de aquel famoso libro «Un mundo feliz» de Aldous Huxley y, como ellos, vamos avanzando a golpe de soma. Pero lo peor es que ya estábamos avisados, lo cual sigue demostrando que el hombre, como especie, además de ser el único animal que es capaz de tropezar repetidas veces con la misma piedra, es incapaz de responder a su propia capacidad de predecir escenarios indeseables.
Y sí la vida es lo que pasa mientras pensamos que hacer con ella, lo que pasa mientras tanto es que los casquetes polares se funden, las plantas florecen a destiempo, los osos se despiertan desorientados y el último glaciar de la Península Ibérica desaparece. Pero que importancia tiene eso, tenemos hielo de sobra en la nevera, o si necesitamos más, en la gasolinera próxima.
Estamos avisados, pero da igual, lo importante es el ombligo de cada uno y su voracidad desmedida.
En fin, el muerto al hoyo y viva el bollo; la que puede ir al hoyo es nuestra especie y viva el bollo de nuestras emociones descontroladas y manipuladas.
Fuente: Diario El País. Ver noticia completa >>
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